II CERTAMEN LITERARIO DEL CARNAVAL DE HUELVA
3º PREMIO CATEGORIA ADULTOS
Autor: Manuel Fernández Vázquez
Localidad: Huelva
Hoy me levante algo tarde, casi con los ojos cerrados abrí el grifo, mirándome en el espejo, un “palla” y un “paca” en el lavabo, dos pases con el peine, aunque ya no hay mucho que peinar y me he puesto la colonia de siempre, regalo socorrido y repetitivo por reyes de mi suegra.
Cuando me di cuenta estaba sentado en la cocina, tenía puesto un calcetín de cada color y la camisa al revés, un poco fantoche y desaliñado. Le di vueltas al café y mire detenidamente, con la torrija mañanera, el almanaque que tenía en la pared de enfrente.
Allí colgaba Febrero de una alcayata, la foto que acompañaba ese mes, era una vista del muelle del tinto. Mi mente, ensimismada por tanto cruce de hierro fundido sobre un rojo atardecer y acompañada musicalmente por el tintineo de la cucharilla contra el cristal del vaso de mi café, se lleno de una melancólica paleta de colores carnavaleros, Febrero. Me bebí de golpe el café, ¡casi me abraso la lengua!, y no sé porque bajé al trastero.
Tengo una maleta vieja de esas de material, con correas que tenían hebillas doradas, llenita de recuerdos y trastos viejos. Nunca he sido muy de tirar cosas. Quité algunos libros de encima, una lámpara vieja, una muñeca de la niña y la puse en el suelo.
Me acomodé en una silla de la playa, le sacudí un poco el polvo a la maleta y la abrí. De golpe, retrocedí como unos treinta años. Un tirachinas con gomas de color caramelo y badana de cuero fue lo primero que se vino a mis ojos, me lo hizo mi abuelo, que con la navaja, que siempre lleva en el bolsillo, era un manitas tallando.
Más de un infarto le dió a algunos gorriones posados en los cables del tendido eléctrico en el campillo, allá por Pérez Cubillas.
Seguí rebuscando, dos o tres fotos de comunión vestido de almirante, cara angelical con las manos juntas y un cáliz dorado en una de sus esquinas; un diccionario Espasa- Calpe amarillento, una nariz de payaso que intuitivamente me la puse al momento.
El tiempo parecía haberse parado, detenido allá por 1984, lo pude constatar porque en un descosido del estampado de rombos beige y negro que forraba la maleta, encontré enganchada en sus hilachos de seda una foto de Bastian montado en Fuyur, ¿recuerdan? ¡los protagonistas de La historia interminable!, película a la que mi padre me llevó cuando se estrenó.
Seguí buceando en aquella vieja maleta, vi, debajo de una bufanda gris una pluma de color azul, aparté la bufanda y encontré aquel penacho de plumas de cuando me disfrace, o me disfrazaron de Toro Sentado. Recuerdo que una barra de labios de mi madre y un poco de pintura azul, que seguro salió de este trastero, fueron las pinturas de guerra en mi cara.
El pantalón me lo hizo mi madre con una tela de saco y cuerdas de pita, los cosió en una Alfa a pedal que heredó de su madre, mi abuela la pobre no estaba ya para enhebrar agujas. Cuando ya era todo un siux de los pies a la cabeza, cogí el cepillo de barrer que estaba detrás de la puerta de la cocina, me monte en él y fui corriendo por el pasillo de casa como si montara a caballo hasta el salón y le pregunte a mi padre,
Toc, tocotoc, tocotoc, tocotoc. Soooo...
- Hao, rostro pálido.
-¿me vas a llevar a la cabalgata?
Recuerdo que mi padre me miró de arriba abajo y echó una gran carcajada al ver la pinta que llevaba, el no era carnavalero, pero yo era su ojito derecho.
Mi madre apareció por detrás, con las manos llenas de pintura, miró a mi padre y como el que se ve en medio de dos fuegos; en el frente, yo, en la retaguardia mi madre sonriendo, solo se le ocurrió decir:
- ¡Pero si yo no tengo disfraz¡
A lo que mi madre le contestó
- Eso te lo arreglo yo en un santiamén.
Y como un inocente ratón, cayó en la trampa.
Iba de payaso, un payaso algo especial, chaqueta coja que era de mi abuelo, esta vez se la abotonó así aposta, mi madre en un pis-pas le puso unos parches hilvanados de tela de colores. A un sombrero de paja, le pinchó dos flores de un centro de mesa y un pañuelo de lunares de mi hermana se lo puso de corbata, la nariz de goma roja es la que me he puesto al abrir la maleta.
Mi abuelo, ¡aún parece que lo estoy viendo! con su bastón color caoba y empuñadura de plata, con ese bigote canoso, mas cumplido que un luto y algo gruñón. Siempre decía lo mismo, ¡carnavales!, ¡carnavales los de mi tiempo!, ¡no estos de ahora! Nos conto mil veces, cuando iba a bailar con mi abuela en el teatro Mora. Que se llevo un primer premio con la agrupación “Los Turistas” y que fue murguista, que ¡que coño era eso de chirigota!.
Nos tarareaba una coplilla de carnaval que decía así:
Venimos los turistas
desde Nueva York,
porque dicen que aquí en Huelva
vivimos mejor,
ya que nos dijeron sin exagerar
que aquí se comía sin dar un real…
No recuerdo como terminaba.
Era un domingo once de marzo, mi madre no pudo acompañarnos, días antes se había torcido un pie y no estaba para patearse Huelva. Mi padre, una vez asumido que este año haría la cabalgata, me subió sobre sus hombros después de comer y cruzamos el barrio Obrero, a ratos andando y otras en “camichocho”, Alameda Sundheim, avenida Italia llegamos a correos, yo iba eufórico, a mi lado paso una bruja, un grupo de pitufos, una novia y hasta una banda de majorette. Una vez allí nos pusimos detrás de una carroza que era como un patio andaluz. Mi padre no me soltaba de la mano, allí había mucha gente. La cabalgata salía a las cuatro.
Al pasar por la Gran Vía, mi abuelo me saludo alzando el bastón y mi madre me tiro un beso, yo les dije:
-¡Hao! rostros pálidos.
Que feliz era metido en aquella marabunta de alegría, brincando, cantando y bailando la danza de la lluvia...
-Ea, ea jea, ea ea ea jea.
De un bordillo de una cera al de la otra, daba palmadas en mi boca y daba vueltas a mi padre entre una rebujina de papelillos y serpentinas por los pies.
La danza de la lluvia no surtió efecto, no llovió, pero yo tampoco lo pretendía. Mi padre hacia lo que podía entre cigarrillo y cigarrillo.
Mis manos se seguían moviendo por la maleta, rebuscando entre aquella desordenada colección de recuerdos; aunque mi mente seguía perdida en el tiempo, viajando con el billete de la añoranza, se había trasladado a la cabalgata de 1984.
Perdido en esa amalgama de sensaciones, sentimientos e imágenes, que colmaban mi mente, como si fuera un collage, sentí un coscorrón en la frente, la tapa de la maleta se me vino encima y me devolvió a la realidad.
Mi pequeña la había empujado para que viera de la guisa que iba. No la había visto entrar pero allí estaba, se tambaleaba haciendo equilibrio en los tacones de la madre, los labios pintados de un rojo chillón, una falda de su muñeca Bárbara, que era más grande que ella, y una pamela de flores. Me miro con esa sonrisa, chantajista, picarona e inocente, que es pasaporte seguro a un sí con baba incluida y me pregunto…
-¿me vas a llevar a la cabalgata?
Y allí estaba yo con mi camisa de cuadros mal abotonada, la mano en la cabeza tocándome el conato de chichón y la nariz de payaso de mi padre.
La “historia interminable”, seguía su curso. Pero en esta ocasión yo ya tenía un gran bagaje carnavalero a mis espaldas, el Carnaval Colombino me arrastro a su mundo mágico de coplas, disfraces, cabalgatas y teatro. Y tenía un disfraz preparado…
- Yo, si soy carnavalero y ella también es mi ojito derecho.